miércoles, 10 de diciembre de 2014

Aquí y ahora.

El pasado 5 de diciembre fue el día internacional del voluntario. Han pasado poco más de cuatro meses desde que decidí comenzar a participar activamente como voluntario en el Albergue Decanal Guadalupano. Estos meses  no sólo me han hecho más independiente, sino más fuerte de espíritu, más humano. La reflexión escrita es un gran recurso para lograr la introspección y volver más tangibles nuestros sentimientos y pensamientos. Es un ejercicio que en esta ocasión me puede servir de herramienta para apropiarme de lo vivido, llegando a un conocimiento mayor de los hechos que acompañan el acontecer del hombre (entendiendo la palabra “hombre” como cualquier persona: mujeres, niños, migrantes, etcétera). Es precisamente por medio de la reflexión que se logra palpar lo aprendido de las personas con las que coincidí en mi estancia en el albergue. Todas las personas, según creo, sienten un vacío interior que las hace sentirse inconformes con la realidad que les ha tocado vivir. Esta inconformidad invita a darle sentido a su existencia, se busca conocer y entender el por qué y, sobre todo, lograr un utópico para qué. Ser voluntario es una de las mejores decisiones que he tomado y me ayudó a pisar con más firmeza mientras recorro el camino de auto-conocimiento que todos debemos recorrer. Arrojó sentido a mi vida, fortaleció el proyecto que quiero para mi futuro y para mi persona.

El servicio voluntario propicia el conocimiento verdadero del ser humano. Nos acerca a las personas, personas que son reales, con vidas reales y sentimientos reales. Te ayuda no sólo a vivir tu realidad de otra forma, sino también a observarla y entenderla de forma distinta. El albergue es un sitio ideal que fomenta esto. Aquí se siente y se vive correctamente el amor fraternal, es decir, el amor que se le tiene a cualquier ser humano, sin distinción alguna. Es un sitio lleno de diversidad, de alegría, de historias que sostienen a las personas que luchan cada día por lograr sus sueños. Se crea un ambiente de acompañamiento que se da a partir de encuentros.

Ser parte de este proyecto de acción social puede darle un giro significativo a tu vida, porque desde los primeros momentos la realidad te exige, te interpela, te enfrenta. Yo llegué a Tierra Blanca un martes en la noche y el viernes, en mi tercer día, me descubrí asustado. Estábamos a principios de agosto y seguía sin comprender del todo la nueva rutina, los protocolos y las formas de responder ante determinadas situaciones. Era un novato, un principiante en cuestiones del albergue. En ese entonces el calor, que es la marca principal de esta ciudad (“La novia del Sol”), no desaparecía, sentías su peso en el cuerpo. Esa mañana tuve la fortuna de conocer a una pareja de hondureños, María y Nelson, de los que aprendí no sólo que el amor prevalece en la adversidad, sino que una mirada sincera regala fuerza y cómo una sonrisa inesperada nos da vida. Estoy convencido que estos dos gestos pueden curar el alma de un hombre. María necesitaba ir al hospital y por razones que aún desconozco a mí me pidieron que los acompañara. Acepté. La espera ardua duró todo el día. Predominó en mí un sentimiento de impotencia, no sabía qué hacer para acelerar el proceso, no sabía qué pasaba. Estaba muy nervioso, una mujer aguardaba a mi lado, necesitaba atención médica y yo no podía hacer nada al respecto. Al final, Nelson, María y yo nos apoyamos y no recuerdo en qué momento ni cómo, pero María pasó y fue atendida por el doctor. Nelson y yo expectantes en la sala de espera matamos el tiempo hablando de viejas historias, recuerdos, países. Parece una cruel ironía, pero en los momentos de más estrés y de malas noticias surge la parte más humana de los hombres. Nelson fue uno de los primeros hombres que conocí gracias al albergue; sin embargo, es, y será, uno de los recuerdos más nítidos y desgarradores que tengo. El encuentro con él fue real, sin fachadas. El diálogo atento y la indagación en el otro nos llevó a descubrirnos como dos hombres que se acababan de conocer, pero con historias y vivencias similares, marcas similares, pasados similares. La vida de un hombre cambia al ser tocada por otro, es por eso que se dice que estamos hechos de historias, de experiencias humanas que nos marcan con su bondad y su textura.

Como voluntario comienzas a vivir plenamente la pluralidad que nos forma. No hay nada más gratificante que compartir vida con una persona de otro país y sumergirse en otra cultura. Porque es precisamente en las diferencias en lo que todos coincidimos. Somos iguales a los otros en tanto aceptamos nuestras diferencias. En el albergue aprendes que el amor se esconde detrás de un “buenos días” o de un gesto de complicidad. Te das cuenta que un apretón de manos no es un simple convencionalismo, más bien es la forma de decirle al otro que respiramos, que estamos vivos y que tenemos fuerza. Como aquella mirada de José al darle una barra de jabón y mostrarle dónde bañarse. Felicidad y agradecimiento puro, sin tapujos. José es un niño guatemalteco de 14 años cuya única compañía era el camino y una playera descolorida de las chivas. Él salió de su país por necesidad tras la muerte de su hermano (el sustento de la familia) y la súbita enfermedad de su madre. El amor por sus seres queridos es el combustible más poderoso de un hombre. A José le tocó ser adulto muy joven. A pesar de esto, para mi sorpresa, su color no era pálido ni su esperanza escueta, él estaba emocionado porque al fin podría ayudar a su madre, luchando con sus propias manos y sosteniendo a la familia con sus hombros. Decía que hace tiempo anhelaba poder ser él quien se encargara de su familia. La manecilla del reloj giró demasiado rápido, él lo aceptó y lo asumió. Llegó al albergue una tarde soleada, después de haber caminado durante horas porque los garroteros no lo dejaron subirse al tren. Fue víctima del calor inclemente, de una lluvia constante y del lodo. De aquel conflictivo lodo que ha vencido a las piernas más fuertes, las ha derrotado. Llegó enfermo, tosiendo, decaído, con los zapatos rotos y los pantalones irreconocibles. A pesar de su cuerpo debilitado por los embates del camino, su mirada, que no olvidaré nunca, era firme, aguerrida, dura. En ella no había duda, ni vacilaciones. Su mirada mostraba un carácter digno de una larga vida: mostraba virtud, honestidad, calor, garantía, decisión. José salió del albergue con ropa limpia, un porvenir colorido y sus sueños más vivos que nunca. Lo que me impactó de él fue su determinación. En la vida es común ser víctimas de sucesos desfavorables. Padecemos desamores, enfermedades, pobreza, odio, violencia, amenazas, extorsiones, cacerías, indiferencia. En algunas ocasiones la estructura de nuestro mundo se rompe, cae encima de nosotros y aplasta cada centímetro de nuestro ser. En esos momentos entramos en crisis, lloramos, gritamos, perdemos la esperanza, nos deprimimos, nos quebramos. Y todo esto es válido porque a partir de la nada se puede crear algo firme. Es una oportunidad de empezar de nuevo, pero en esos momentos no lo vemos así. En esos momentos los días son grises, la fuerza de nuestro cuerpo inexistente, la alegría efímera. Nos descubrimos en un pozo sin fondo. Y es ahí, precisamente  ahí, donde sale lo mejor del hombre. Porque el hombre es un ser de posibilidades infinitas. En esos momentos el hombre decide recuperar su fuerza, pensar las opciones, dejar gritar a su instinto y levantarse. Se levanta y comienza a construir, desde la nada, la estructura firme que necesita. José decidió esto, tomó sus elecciones, tuvo la decisión, adoptó la actitud necesaria que conduce a la grandeza y pisó firme su nueva realidad, pero sólo para impulsar el paso que dará hacia el futuro, hacia su realidad construida, hacia su vida elegida.

Ser voluntario en el Albergue Decanal Guadalupano propicia el contacto real con el otro hombre. Se ejercita una escucha valiosa que busca entender un poco más a las personas, sin prejuicios y sin ataduras. En el albergue comprendes, por ejemplo, que la palabra “migrantes” puede llegar a deshumanizar: clasifica, diferencia, limita. Y creo que te das cuenta de que esta palabra es incorrecta hasta que participas en su camino, en el camino del hombre, concurriendo en su vida, en un albergue o simplemente compartiendo algunas palabras; porque sólo así puedes notar que al llamar migrante al otro, lo que haces es identificarlo con un apodo colectivo de fácil utilización, como un conjunto de personas y no como la persona que es. Al estar ahí se vuelve palpable la unicidad que habita en todos nosotros, en cada par de ojos, en cada palabra, en cada mirada, en cada silencio. Te dejas enamorar por esa unicidad. Se descubre al hombre como un hermano, como un semejante que vive aquí y ahora.

Ser voluntario es dejar de compadecerte y verdaderamente comenzar a participar en algún cambio. Estos cambios son pequeños, sí, pero significativos. Si de algo tengo certeza es que un plato de arroz puede impulsar a un hombre más allá de lo imposible, lo empuja hacia adelante. Ser voluntario es hacer algo al respecto con los sucesos que nos rozan. Dejamos de ayudar, de asistir, y empezamos a acompañar, que es mejor. La compañía del hombre que emigra es únicamente su mochila y el camino que lo espera. Buscamos cambiar eso y acompañarlo también, ofreciéndole una mano amiga que, cuando el espíritu comienza a flaquear, se siente fuerte como un tronco. Tus pensamientos e inconformidades se vuelven actos. Comienzas a ser un agente de cambio que da testimonio de servicio y de vida. Buscas acompañar al hombre en su paso por México y participar en su acontecer. Fomentas la apertura que surge a partir de la confluencia, generas confianza e igualas a todas las personas. Ya no son ellos, ni unos, ni los otros, sino nosotros. El contacto entre iguales nos humaniza y revitaliza.

Mis días como voluntario están por terminar y hoy me doy cuenta de todo lo que me ha marcado, de todo el aprendizaje que me llevo conmigo. De esta experiencia me llevo recuerdos gratificantes. Una de las imágenes principales con la que voy a recordar estos meses es el comedor del albergue lleno de personas que se reían al mismo tiempo, pero con risas disparejas. Ese día llegó un tren con muchas personas, la mayoría entraron a descansar. A la hora de la cena el comedor irradiaba alegría, rebosante de sueños y sonrisas. Nunca voy a olvidar esos momentos ni a los hombres que los ocasionaron. Hondureños, salvadoreños, guatemaltecos, nicaragüenses, entre otros (catrachos, guanacos, chapines, nicas, respectivamente). Cada uno orgulloso de su país y portadores dignos de esos gentilicios adaptados que taladran los oídos con el corazón de un país. Toda experiencia nos marca, crea fisuras en nuestra alma. Ellos han marcado la mía, se quedan en sus manos con un pedazo de mí. De todos ellos, que ya forman parte de mi historia, me voy a llevar algo conmigo. De los nicas me llevo su timidez pueril, su amabilidad, su gentileza, su disposición y amistad. De los guanacos me llevo su seriedad, sus costumbres ricas, su creatividad, el calor de su piel y su sensibilidad. De los chapines me llevo su belleza, la calidez de sus rostros, su sonrisa infantil, tan sincera e inofensiva. Me llevo su curiosidad, su naturalidad, su caminar parsimonioso, su mesura, su mirada que invita al contacto puro. Me llevo un pedazo de su tierra, de su cultura y sus misterios. Y de los catrachos tan firmes, fluyendo en el albergue, disfrutando todo momento. De ellos me llevo la alegría de su sangre, sus risas, sus bromas, sus historias tan embellecidas, su franqueza. Me llevo su astucia, sus ojos desnudos y sus bailes. Su camaradería, su apoyo, sus palabras. Me llevo su energía, sus proyectos, su fuerza inquebrantable y su espíritu acorazado. Me llevo su viveza y la fuerza de sus cuerpos, tan suya, tan nuestra.

Como voluntario comprendes que todo es cuestión de compartir con el otro. Compartir la ropa, la comida, las arcadas, los sueños, las historias, los miedos. Compartir el cansancio de los pies, compartir también el hambre que recorre nuestros cuerpos, la constante fuerza de la mochila que nos empuja contra la desesperanza. Compartimos la unión que nace en la batalla contra la incertidumbre. Compartimos, también, el dolor de las vías, los llantos que fueron emitidos en el lomo de un vagón, la indecisión de las rutas desconocidas, las plegarias de nuestros seres queridos que nos piensan, que nos recuerdan, que nos añoran. Compartimos la fuerza de la cruz que descansa en nuestros cuellos y el peso de las espaldas encorvadas. Compartimos el despojo que sienten los hombres sin nombre, la dolorosa acusación de ilegales, cuando sólo son carentes de un papel, de un simple documento. Desprovistos de un escrito son forzados a la huida. Compartimos los lamentos de las voces no escuchadas, el eco de todos los gritos que mueren en el silencio, las enseñanzas, los viejos desamores, los consejos, los gritos de aliento, lo que sea, no importa. Simplemente buscamos una excusa para acercarnos al otro.

Al final todo es cuestión de compartir con el otro. Sencillamente, compartir vida.

Con la novia del Sol en el corazón,
Pablo Igartua
Voluntario del albergue 2014.


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